El precipicio de los nocivos

Esta semana he compartido por las redes sociales, que a veces dar un paso atrás, significa alejarte del "precipicio de los nocivos" e intentar con la fuerza mínima encontrar ese nuevo camino en donde puedas reconocerte y te reconozcan. En estos últimos años, se puso muy de moda hablar de la “gente tóxica”, y no es que hayan aparecido así de repente en la vida sociolaboral. Tampoco estamos hablando de seres extraños, porque muchas veces somos nosotros mismos quienes jugamos ese rol o personas muy cercanas. Y como siempre comentamos, el grado de influencia que tienen nuestras acciones o inacciones, tiene un impacto extremadamente alto en las acciones o inacciones de los demás, nos guste más o nos guste menos.

El cerebro del niño al nacer es una página en blanco, su cerebro social será el resultado de las relaciones positivas que genere a lo largo de su vida. Las relaciones nocivas queman el cerebro social, afectan la salud, la autoestima y el derecho a la felicidad.

La relación ideal entre las personas es ganar-ganar: yo gano y tú ganas pero la relación tóxica se manifiesta como ganar-perder o perder-perder, en definitiva: “todo dentro de mi contexto de entendimiento y deseos,  y lo que te pueda afectar a ti poco me importa”. Este tipo de perfil no aprecia al otro, por más que él/ella esté completamente convencido/a que sí lo hace. Manipula por la asimetría de la relación y presenta sus decisiones arbitrarias como necesarias, sin importarles nunca los tiempos, los cómo, los por qué, los para qué, solo construye un escenario donde la monovisión es la reina de sus espectáculos.

Es tal el torbellino de sus egocéntricas decisiones y de sus contradicciones, que nos mareamos simplemente con estar de pie y nos vemos incapaces de enfrentar a tal enmarañado tsunami. Si a esto, le sumamos la cuota de enlaces jerárquicos o bien sentimentales, podemos decir que el camino de salida se convierte en una kilométrica desdicha.

Sabiamente Mario Guerra llamó a esta faceta humana, los “titiriteros emocionales”, capaces de invalidar las necesidades y deseos del otro para anteponer los suyos. Si hoy digo A, mañana digo B, si hoy te llevo a la cima, mañana te abandono allí. No da más respuesta y explicaciones que sus propias decisiones, y en la contramarcha también es uno quien deba comprender, cambiar y hasta olvidar: así de esquizofrénica es su postura.

Evidentemente las excusas no nos valen y, pese a todo lo dicho, debemos enfrentarnos única y exclusivamente con nuestro espejo, buscar las respuestas no en el reflejo ajeno sino en nosotros mismos, por más que ese destello invada y perturbe nuestra vista. Nadie lo hará por nosotros. La inmadurez emocional del otro intentará una y otra vez pintar nuestro cuadro con sus colores, pero con nuestros pinceles del amor propio y la dignidad, seremos capaces de dar forma a nuestro lienzo y dejar que el discordante garabato se estrelle, pero en su propia acera.

Sumarse al Club de los Valientes requiere también dar el difícil paso atrás para no caer a ese abismo y producir los verdaderos cambios, aunque intenten convencernos que "eso" es lo mejor para nosotros, o a lo que mejor podríamos aspirar.


Cuando todo está dicho no hace falta decir nada y estamos más cerca de cambiar nuestra propia frustración que revertir el magma ajeno. Aunque si tan fácil fuera olvidar, evitar el egoísmo del otro, la falta de consideración, los vacíos, la falta de respeto, no nos encontraríamos con un mundo profesional y social tan infectado de soledades.  La necesidad de un trabajo, el compartir hijos en común, proyectos interdependientes, el enamoramiento, etc son algunos de los miles de frenos que pueden limitarnos a la hora de dar nuestra sentencia final. Pero no dejemos que el precipicio de los nocivos haga trastabillar nuestro futuro, nuestra felicidad, nuestro desarrollo, nuestro equilibrio y autoestima. El otro sí que importa, pero al borde de nuestro abismo el “yo” se viste de vida y es el gen egoísta quien cae al vacío.


Nota: gracias a la Revista RRHHDigital (España) y a Claudia Baltra (Chile).


DIEGO LARREA
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@larreadiego