El síndrome de Pulgarcito

Las noches y las siestas se inundaron de abuelos, madres, padres, tíos/as o maestras/os relatándonos aquella historia de un pobre niño, que como decía su texto original, era el sufrelotodo de la casa, y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más listo y el más perspicaz de todos sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.  Pasados los años, ese entrañable personaje de Pulgarcito dejó mágicamente de pertenecer al mundo irreal para transformarse en muchos de nosotros, quienes alguna vez desde las botas del gigante y mirando hacia arriba reclamamos a gritos: ¿Qué tengo que hacer para que me escuches o me veas?.

El Síndrome de Pulgarcito puede parecernos eso, un cuento, pero cuando vivimos de cerca la inexistencia, el olvido, la ignorancia, la hipoacusia relacional, tanto en nuestro entorno personal como en el profesional, dejamos de verlo automáticamente como un tema de niños. Hacer sentir pequeño al otro no es un valor, ni una fortaleza, es probablemente una de la mayores miserias de un ser humano, y que ninguno de nosotros está, por muy dura que parezca esta frase, exento de realizarlo de manera consciente o inconsciente.

Muchas veces vivimos tan sumergidos en el ritmo frenético que nos impone el día a día, obsesionados por nuestros objetivos, hasta incluso nuestras responsabilidades, que por momentos solo existe “mi yo” y la batería de mi móvil (celular), lo demás está de más. Y convertimos ese “demás” en pequeño, en invisible, en inaudible, perdiendo lentamente contacto con todo aquello que nos rodea, sin darnos cuenta de la responsabilidad que tenemos en muchos de esos pequeños “demás” que ignoramos. 

Hemos comentado alguna vez que en la interrupción egótica las fronteras se mantienen de forma rígida y aunque parezca que el contacto tiene lugar con el otro, no lo hay, hay un abandono comunicativo referencial y se produce un vacío en la inteligencia emocional, donde la habilidad del “saber escuchar” es más difícil de encontrar y desarrollar que la de ser “buen comunicador”, pero proporciona más autoridad e influencia que esta última.

El "otro" deambula a nuestro lado, hace señales de humo para llamar nuestra atención, salta lo que más puede, saluda, grita, llora, y se cansa, se desilusiona, se entristece, se apaga, y si alguna vez tenemos la suerte de darnos cuenta no nos sorprendamos que el tiempo nos diga que ya se agotó.

La escucha y la pregunta si no provienen desde la humildad, el aprendizaje, la inteligencia emocional o la necesidad constante de cambiar e innovar, caen en el desierto de los mediocres.

No hace falta que los Pulgarcitos que nos rodean exclamen: ¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo pero ahora estoy por fin con vosotros. No hace falta imponer el estado del olvido, porque mirarnos en los ojos del otro tiene tanto valor de liderazgo y humildad capaz de generar espacios únicos de entendimiento y crecimiento, y por ende de felicidad, algo nunca imaginado desde las alturas del Gigante.

Y como dijo Maya Angelou: la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero lo gente nunca olvidará lo que le has hecho sentir.


DIEGO LARREA