Donde dije digo, digo Diego

Para llegar al punto más alto de nuestra felicidad primero hay que escarbar en lo más profundo de nuestra «imbecilidad». Luego el camino irá cuesta arriba cuando reconozcamos de manera sincera y constructiva nuestras propias contradicciones y debilidades.

No sólo en el plano personal, también en la empresa deberíamos realizar el mismo ejercicio. Dentro de un marco laboral oficializamos como una “Biblia” determinados conceptos relacionados con los valores, la escucha, el trabajo en equipo, la coherencia, la proximidad, etc. Es verdad que necesitamos reafirmar nuestra cultura, establecer los códigos de convivencia, el estilo,….pero tenemos enormes dificultades a la hora de hacerlos realidad y de convertirlos en hábitos tangibles o en nuestra incorruptible forma de ser y proceder.

No sólo es misión de la propia empresa, sino que es algo que nos afecta a todos como personas. Es aprender a superar las propias contradicciones que existen entre lo que creemos y lo que creamos.

¿Dónde se esconden algunas de nuestras contradicciones?
Mirando hacia abajo ante circunstancias donde puedo y debo ser partícipe. En el olvido como fiel reflejo de nuestro Complejo de Avestruz. En no estar presente en el momento que se necesita. En oír sin escuchar y responder anteponiendo mis intereses. Y en no contrastar las informaciones que nos llegan antes de tomar decisiones sobre una persona.

Como herramienta de mejora necesitamos ser conscientes que cada una de estas contradicciones son capaces de cambiarle la vida a quienes tenemos enfrente. Imaginemos por un instante el estado de felicidad que potenciaríamos en pequeñas o grandes situaciones si procederíamos a la inversa.

Las contradicciones se desestabilizan dependiendo de nuestro estado de ánimo o de dónde estemos ubicados (o queramos estar) en el instante que se nos requiera. Vivir en contradicción con nuestra propia razón es como decía Tolstoi, el estado moral más intolerable.

En los adjetivos descansan nuestras contradicciones. Jugamos eternamente con los condicionales de “Si yo fuera él/ella”, “Yo haría, yo no haría”, “Habría que hacer”, y cuando somos realmente ese “él o ella” no siempre ponemos en práctica lo que en teoría dijimos que haríamos o no. Somos capaces de aconsejar, dar cátedras y de hacer grandes tratados cuando no somos nosotros los que estamos viviendo determinada circunstancia. Y, además, lo hacemos tan pero tan alejados de la persona que lo está viviendo que nuestra perspectiva es gravemente imperfecta.

Buscar el punto de equilibrio con nuestra coherencia y saber reconocer nuestras contradicciones, alejando el “donde dije digo, digo Diego”, aportan una grandeza capaz de edificar 100 veces más alto nuestras capacidades, competencias y fortalezas.

Si en un ejercicio de valentía, mirando a los ojos a tu ser más querido, mantienes ese pensamiento o decisión que allí fuera estabas defendiendo, habrás encontrado tu equilibrio perfecto.

Evitemos las incongruencias y esa falta de acuerdo con nosotros mismos. No somos personas diferentes según el sitio donde estemos. Y, no nos engañemos más, somos seres singulares e irrepetibles, en definitiva, únicos.

Aunque el mundo se encargue de demostrarnos día a día lo contrario, hay algo dentro de nosotros que espera ansioso para poder generar “el gran cambio”. Y la buena noticia es que sólo depende de cada uno de nosotros.

Y como dijo la filósofa francesa Simone Weil: “Cuando una contradicción es imposible de resolver salvo por una mentira, entonces sabemos que se trata de una puerta”.