Todos viajamos en el
Titanic alguna vez en nuestra vida. Lo hacemos convencidos que navegamos en el
mejor de los barcos y que nunca nos sucederá nada. Los que estamos a bordo
somos únicos y exclusivos, nadie siente ni entiende las cosas como nosotros.
Somos indestructibles. Nos retroalimentamos con nuestras convicciones y vivencias. Pero de repente el barco
choca y se hunde. Y tras el duro golpe, todo cambia. Nuestra pareja de baile se
escapa quién sabe dónde. Sentimos la miserable sensación de salvarnos sin mirar
atrás. El miedo paraliza nuestras piernas y reconocemos que no estamos preparados
y no sabemos nadar. Sin embargo, el último de los músicos sigue en su sitio
intentando dar su acorde afinado a pesar de todo. Hasta el Capitán hace uso de
su liderazgo, en soledad, hasta el último momento. Y son muchos los que se
alejan en su barca sin decirnos nada al grito de “sálvese quien pueda”. Es
allí, en la debacle de nuestra soberbia ingenuidad donde la oportunidad nos
regala un trozo de su esencia y nos invita a subir a un pequeño bote salvavidas
junto a los que siempre hemos ignorado.
Todos viajamos en el
Titanic alguna vez en nuestra vida. En la proa del barco, hinchados de
oxitocina, gritamos nuestras alegrías, éxitos, enamoramientos, pequeñas y
grandes glorias, pasiones, logros, etc. Y esta sustancia nos eleva tanto que
muchas veces nos ciega y nos hace subir a la nube de la hormona del apego
alejándonos de la realidad, objetividad, y hasta algunas veces dándole la
espalda a aquellos valores o creencias que no supimos defender. Nos sentíamos tan
únicos mirando la grandeza de nuestro ombligo que todos los caminos conducían a
nosotros y nada nos podía suceder, hasta que sucedió.
Todos viajamos en el Titanic alguna vez en nuestra vida. Y sin embargo
repetimos conductas a pesar de haber sido sorprendidos por el témpano. Entrenados
para el éxito sin la valoración del fracaso, nos hemos convertido en pequeños
bucles de nosotros mismos. La falta de reconocimiento del error, el miedo a que
nos marginen y rompan nuestra aparente armonía general y que nuestras victorias
queden en el olvidado fango, nos pueden convertir en marineros de lo absurdo
levantando velas de hipocresía general. Y ésto sólo impulsará a los que de
momento no se han hundido mientras el inesperado iceberg culmina su inevitable
faena.
Todos viajamos en el
Titanic alguna vez en nuestra vida. Algunos lo saben y otros no. Independientemente
de ello, un barco es un trasunto de las personas que están abordo; refleja el
interior de cada uno de sus tripulantes. Y para que exista un clima real de
confianza, primero cada uno debe confiar antes en sí mismo. En un ambiente de
inseguros, la confianza está en riesgo. El que desconfía de sí mismo está a dos
pasos del precipicio relacional y a tres centímetros de la frustración. La
escucha sincera y permanente, la humildad, el aislamiento de la bufonería y la
vivencia de los valores facilitan el camino de la colaboración y crean los
mecanismos de defensa individuales y colectivos capaces de resistir y anticipar
cualquier embestida.
Todos viajamos en el
Titanic alguna vez en nuestra vida y por ello sabemos que conocer es conocerse.
Alcemos las velas de la integridad y de nuestros principios. No olvidemos, no
prejuzguemos, no aislemos, porque el viaje de la vida es tan largo que acaba en
un instante. El viento en plena mar no avisa de su giro inesperado y como un
bumerang irrespetuoso del olvido se encargará una vez más de recordárnoslo.
Y para grabar en la madera de nuestro timón la reflexión de Jean-Paul Sartre: “Sólo nos convertimos en lo que somos a partir del rechazo total y profundo de aquello que los otros han hecho de nosotros”.
Y para grabar en la madera de nuestro timón la reflexión de Jean-Paul Sartre: “Sólo nos convertimos en lo que somos a partir del rechazo total y profundo de aquello que los otros han hecho de nosotros”.
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