Todo lo que
hacemos esta directa o indirectamente relacionado con los demás, sea para bien
o para mal, porque cada paso que damos no solo caminamos con nuestros zapatos
sino que estamos influyendo y creando condicionantes para el andar ajeno. Pero
como vivimos en una era altamente individualista, creemos que todo está más
relacionado con el “YO” que con el “NOSOTROS” y cuando el nosotros nos
cuestiona es allí que nuestra seudoestabilidad se trastoca.
Decía Blaise
Pascal que el hombre está dispuesto
siempre a negar todo aquello que no comprende y es por ello que estamos
convencidos que somos personas abiertas, empáticas, capaces de sortear muchas
situaciones, pero cuando nos enfrentan a nuestras propias inseguridades y la
persona que tenemos enfrente no procesa del mismo modo que lo hacemos nosotros,
nos sentimos tan incómodos que somos capaces de rasgar nuestra vestiduras como
el Increíble Hulk en plena enajenación.
Normalmente tenemos un discurso perfecto para nuestras acciones, también para nuestras inacciones, para la justificación de nuestras decisiones, para remodelar nuestras contradicciones, para nuestros éxitos y para nuestros fracasos, construimos sobre nosotros las capas encebolladas más tupidas e intensas creyendo que nada ni nadie podrá con nosotros. Probablemente pasen días, meses, incluso años y ese personaje que nos hemos diseñado caminará plácidamente por nuestra rutinaria vida, pero llegará un momento que esa cebolla olerá mal, y comenzará a pudrirse poco a poco sin pedirnos permiso, y seremos nosotros mismos los que salgamos prácticamente disparados de esas innumerables capas ahogados en nuestra propia frustración y discordancia.
Normalmente tenemos un discurso perfecto para nuestras acciones, también para nuestras inacciones, para la justificación de nuestras decisiones, para remodelar nuestras contradicciones, para nuestros éxitos y para nuestros fracasos, construimos sobre nosotros las capas encebolladas más tupidas e intensas creyendo que nada ni nadie podrá con nosotros. Probablemente pasen días, meses, incluso años y ese personaje que nos hemos diseñado caminará plácidamente por nuestra rutinaria vida, pero llegará un momento que esa cebolla olerá mal, y comenzará a pudrirse poco a poco sin pedirnos permiso, y seremos nosotros mismos los que salgamos prácticamente disparados de esas innumerables capas ahogados en nuestra propia frustración y discordancia.
Somos parte
del ajedrez, somos una pieza más de un puzzle gigante, y estamos rodeados por
personas, no somos los únicos habitantes del planeta tierra, cada movimiento sí
que importa y cada encaje es único. Nuestras gafas no siempre nos dejan ver la
realidad, y muchas otras no nos dejan ver quien está delante de nosotros. La
hipoacusia relacional es una de las grandes enfermedades sociales de este
siglo.
Somos
mágicamente poetas de nuestros actos, describimos con frases y preguntas las
diversas situaciones que tanto para lo profesional como para lo personal nos
encajan muy bien en nuestro “perfecto” discurso: “¿Cómo es posible que con lo que yo le he dicho no haya podido
solucionar su problema?”, “¿Cómo es posible que siga igual si las cosas las hemos
hablado una y mil veces?”; “No me entiende”; “¿Por qué me habla así?”; “Las
cosas las hemos dejado claras y todos los días me viene con las mismas
historias, ya me aburre”; “Lo he intentado todo, pero no hay manera de llegar a
un acuerdo”; “Vemos las cosas siempre de manera diferente”.
Estamos
convencidos de nuestra verdad, de nuestros actos, de nuestra comunicación, pero somos
incapaces de pedirle al otro sus zapatos y caminar con ellos durante un día
entero, y ver la vida como él/ella la ve, y no me refiero simplemente al
cuento de Plutarco cuando dijo: "¿Dónde
me aprieta el zapato?" Nadie puede saberlo sino el mismo que lo usa
o al proverbio español: "No conocerás a nadie hasta haber
consumido con él un saco de sal", pensemos mas allá, seamos capaces de
no anteponer nuestros prejuicios y juicios antes de dictar sentencia y entender
que muchos de los motores de nuestros actos, decisiones y proyectos son
compartidos y no unipersonales, que vivimos en un mundo relacional y no
solitario, nos guste más o menos, y el
“cómo” lo haga tiene un nivel de influencia altamente decisorio, por lo tanto sí que importan sus zapatos,
porque sus pasos también son producto de mi caminar.
En esas
reflexiones para la historia, Concepción Arenal, decía que cuando no comprendemos una cosa, es preciso declararla absurda o
superior a nuestra inteligencia, y generalmente, se adopta la primera
determinación. Y en ese análisis traemos a la Sra. Empatía que se distingue
por ser una virtud cuyo valor está directamente relacionado con nuestra
inteligencia emocional, probablemente la verdadera de todas las inteligencias o
talentos que poseemos. La característica
esencial de una persona inteligente, es su capacidad para entender las
emociones de los demás. No parece concebible que una persona se crea
realmente inteligente cuando a la vez prescinde de un mecanismo mental que le
haga entender la susceptibilidad, el dolor o el sufrimiento de los demás.
No importa
cuántos títulos académicos tenga esa persona, si no es capaz de intuir, de
percibir, de reconocer, de darse cuenta, es decir, de ponerse en el lugar del
otro, es ciertamente una persona limitada en sus capacidades emocionales e
intelectuales, restringidas sólo a lo que haya aprendido en la escuela, la
universidad o su ambiente social o familiar.
El otro nos enfrenta a nuestro propio
espejo, con lo bueno
y lo malo. Lo importante es tener la capacidad, talento y humildad para escucharnos por su propia boca, mirarnos
por sus propios ojos, oírnos por su propio oído y sobre todo caminar con sus
propios zapatos aunque nos apriete y nos trastabillemos al comenzar a
andar.
DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego
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Linkedin: es.linkedin.com/in/diegolarrea/