Por más que la leemos una y mil veces, no para de
sacarnos una sonrisa la famosa frase del gran Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan
tengo otros”. En muchos ámbitos de la vida negociamos, lo que no está mal y
a veces ese es el objetivo, pero cuando lo hacemos con nosotros mismos pierde sentido
y altera de manera considerable toda credibilidad, valores, respeto, etc.
Las dos principales fuerzas que impulsan a actuar a las
personas son los pensamientos y sentimientos, y cuando estas fuerzas se
alteran es cuando se producen las mayores grietas que conducen al irremediable
vacío. Esa alteración es producto de nuestras justificaciones, temores,
excusas, complejos, comodidades, y es sorprendente como muchas veces la
influencia también de lo externo, provoca la mutación del átomo hacia la
uniformidad de ideas, con una inconsciente manifestación de mansa aceptación,
de dependencia y conformismo según lo socialmente establecido y bien visto.
Nos gusta reconocer públicamente que somos críticos con
nosotros mismos, pero ¿hasta qué punto es realmente cierto? Si ante todo no
tengo ese ejercicio estaré sujeto a influencias, acumulando kilos de
contradicciones y vanidades, que enturbiarán poco a poco mi capacidad objetiva.
El hombre continuó evolucionando mediante actos de
desobediencia y no de subordinación, y estoy refiriéndome a desobediencia
intelectual. Esto es aplicable tanto a nivel individual como al colectivo. Ese
pacto silencioso que hacemos en nuestro interior sólo termina por deshilachar
lentamente todo nuestro tejido, hasta encontrarnos desnudos frente a nuestra
más pura realidad, y es cuando esta realidad se envalentona y nos da un fuerte
golpe en nuestra mejilla.
El gen natural es bueno por naturaleza y comienza sus
primeras andaduras por el laberíntico camino de lo cotidiano, y mes a mes, año a
año, recibe en forma de gotas imperceptibles las primeras instrucciones del “ser
o no ser según lo establecido”. No somos conscientes y renegamos de ello, una y
mil veces, porque nos hace sentir fuertes y seguros. Y salimos a la vida como
niños al patio del colegio, con ímpetu y alegría desbordante, pero poco a poco
queremos ser los mayores del recreo y vamos dando pasos en búsqueda de la
eterna seguridad.
El retorno inconsciente al origen es inevitable, y retrocedemos
una, dos o incluso más veces al año a nuestro gen natural, cerramos los ojos,
casi lo palpamos, logramos nuestro punto de equilibrio, suspiramos profundo y
apretamos bien fuerte nuestros parpados, soñando con aquello en lo que sí
estamos convencidos, enamorados, atrapados desde nuestras entrañas, pero al
abrir los ojos desaparece como por arte de magia. Queremos ser sin ser.
Buscamos las respuestas en nuestras propias contradicciones y al sabernos
huérfanos de ellas, preferimos el juego del avestruz. Y somos tan imperfectamente
perfectos, que al sacar la cabeza del
suelo creemos ver un nuevo escenario construido por nuestras propias
convicciones, siendo capaces de vivir en ese film Disney hasta que el “stop”
nos sorprenda con la próxima frustración.
No hay engaño entre personas, hay engaño con nosotros
mismos. Las convicciones heredadas se transforman en prisiones complacientes donde
somos nuestros propios carceleros. La ambigüedad de nuestras acciones e
inacciones, provoca no sólo un retroceso en nuestra credibilidad, sino que además
fomenta una atmósfera disruptiva inversamente proporcional a nuestro estado de
armonía, estabilidad y felicidad.
Es tan grande nuestra autocomplacencia, que nos
convertimos en personas incapaces de salir de la zona de confort, porque:“si siempre estuve bien así para qué cambiar las cosas”. Nos asustan los jaques
mates, nos incomoda que nos replanteen situaciones, preferimos la falsa armonía
a la tormenta desafiante. El ruido del viento nos aletarga y hundimos nuestro
cuerpo debajo de las sábanas, implorando que todo acabe rápido, y así poder volver a la conocida y cómoda
situación en la que nos encontrábamos. Pensamos que romper esas estructuras hará
tambalear nuestro entorno más cercano, y es quizás ese entorno quién nos pide a
gritos que usemos el gen natural y dejemos de excusarnos permanentemente, estableciendo
una común armonía entre nuestras convicciones y nuestras acciones.
La parálisis conformista y autojustificada es una de las
mayores causas de "suicidio" en nuestra vida personal y profesional.
El “rincón de los otros” es el lugar perfecto para
depositar nuestras excusas, culpabilidades e incoherencias y deshacernos, rápidamente,
de nuestros trastos viejos, sin importar el qué, el cómo, el cuándo y el
porqué. Allí se llenarán de polvo y probablemente habrá veces en que nos
olvidemos que están allí.
No permitamos que nuestro átomo mute. Combatamos nuestra mansa
aceptación, dependencia y conformismo en lo más preciado que tenemos: nuestra
esencia, única e irrepetible.
DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego
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