La inercia del dedo (El tren digital)

Todo va tan deprisa. Parece ser una frase común, pero somos los primeros en sorprendernos cuando un hijo/a y/o sobrino/a nos hace un comentario “casi adulto” y sentimos como caen rápidamente las hojas de nuestro calendario en sentido regresivo, y la nostalgia se apodera de nosotros, sintiendo que todo ha pasado en un abrir y cerrar de ojos.

Lo mismo sucede con otros aspectos de nuestra vida cotidiana, pero es tan rápida la velocidad de este tren que no llegamos a dimensionar el tiempo. Nuestra vida, y la vida en las empresas evolucionan de una manera tan acelerada que bien vale la pena, al menos por una vez, hacer un “punto y seguido” para mirar en cámara súper lenta o slowmotion esta evolución vertiginosa en la que estamos inmersos.

Si observamos el progreso tecnológico de estos últimos 10 o 15 años, nos hacemos la pregunta reiterada de ¿cómo lo hacía yo antes?, y automáticamente el sentido de la inmediatez se apodera de nosotros, fruto de esa velocidad extrema. Todo ahora, todo ya, todo en el momento, necesito saber, necesito estar, necesito pertenecer, ¡es la nueva exigencia del cliente!, gritan por allí. ¡Pero si el cliente somos nosotros!, ese cliente lo hemos diseñado nosotros mismos, hemos alimentado su necesidad, hemos participado de alguna manera en la construcción de esa nueva forma de concebir el tiempo y la urgencia, tan sencillamente porque somos nosotros.

Hoy los medios existen, pero no existe el hábito ni el aprendizaje del nuevo idioma. Y en paralelo nos topamos, lógicamente, contra el proceso de evolución natural del ser humano, que independientemente de su cota de exigencia o de voluntad, requiere una transformación gradual, y allí intervienen los niveles de oportunidades culturales y generacionales y por ende una no deseada discriminación digital que no debemos olvidar. Y en el “mientras tanto” podemos perdemos clientes, incluso, algún ser querido, porque no sabemos, porque descocemos, porque lo intentamos y no llegamos, nos obsesionamos, nos aislamos, y nos transformamos en alguien que no éramos (personas o empresas), y decimos estar preparados, dominarlo, pero sabemos mejor que nadie que no llegamos ni a la esquina corriendo, porque no se trata de la tecla sino de “la inercia del dedo”.

Hoy la tecnología va tan por delante de nosotros que puede provocar una de las mayores rupturas sociales de la historia, por distintas razones socios culturales y económicas que vivimos cada uno en su rincón del planeta. Lo que es la máxima revolución de la historia con transformaciones de carácter colaborativo, con genes comunicacionales, de proximidad, de practicidad y productividad, de multiculturalidad, de aprendizaje continuo, puede transformarse en un precipicio mortal.  Creemos que tenemos todo dominado, que sabemos utilizar los recursos que este tren de alta velocidad nos ofrece, pero cuando realmente hacemos una verdadera integración de las nuevas tecnologías en el día a día de nuestro escenario laboral, nos encontramos tan “analfabetos” que muchas veces provoca una frustración que no somos capaces de compartir ya que, supuestamente, deberíamos conocer y llevar hacia adelante sin problemas, pero no es así. De igual manera nos sucede en nuestro seno familiar/personal, tampoco conocemos el cómo, si bien el qué lo ofrecen muy bien detallado en los manuales de instrucciones, pero entremedias: las ausencias, los vacíos y las distancias.

La imaginación de la mano de la tecnología ha creado un mundo que hasta ayer llamábamos virtual, pero que hoy no sabemos si realmente es virtual o real, y esa dicotomía en un marco de una “explosión comunicacional” o el “Nuevo bigbang” nos llena de responsabilidad a la hora de educar a nuestros hijos, gestionar equipos, incluso logrando el punto de equilibrio con nosotros mismos para llegar a ser un ejemplo dentro de esta gran oportunidad histórica que tenemos y vivimos, pero construida desde un punto de vista más natural, terrenal y más focalizada en el aprendizaje del individuo que en la individualización del proceso.

Detrás de la “inercia del dedo” no solo hay acetilcolina para actuar en la transmisión de los impulsos nerviosos,  hay hábitos, aprendizajes, experiencias, que no dependen de cuantas pulgadas tenga nuestros elementos móviles tecnológicos, sino más bien de la buena gestión del cambio tan íntimamente ligada al adiós de nuestro candoroso gateo y la bienvenida a nuestro primer trastabillado andar.



DIEGO LARREA
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Virtuoso y Vicioso: nuestros siameses circulares

“Cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada”, cantaba el gran Charly García.  Las corrientes no son solo marinas, también existen las corrientes en nuestros pequeños ciclos de vida. Corrientes circulares que limpian y clarifican el fondo del mar y la belleza de los corales resplandecen en nuestras retinas, y corrientes circulares que todo lo remueven, oscurecen y hasta hacen peligrar alguna especie. Lo mismo sucede con nosotros y nuestras circunstancias, tenemos épocas en las que caminamos de la mano de Virtuoso, y otras épocas en las que andamos de la mano de Vicioso: los dos siameses circulares que rodean nuestras vidas.

En ese andar con uno y con otro, encontramos dos espejos enfrentados, el que se relaciona con lo que nosotros sentimos y aquel que vincula lo que los demás creen de nosotros. No es nuestra imaginación, son las distintas acciones, omisiones y tipo de influencias, directas o indirectas, que abren en nosotros un abanico de posibilidades o imposibilidades que nos llevan a la felicidad o a la misma frustración.


Por las calles con Virtuoso todo parece fácil, las cosas suceden de una manera mágicamente armónica y acompasada, caminamos sin tropiezos, con la frente alta, una sonrisa, todo parece de color luz, nuestro pecho se abre y la satisfacción llena nuestro pulmones. La gente a nuestro alrededor nos mira, saluda, nos da palmadas en los hombros, nos felicita, nos pone en valor, cuenta con nosotros para todo, etc.

Pero cuando nos toca andar con Vicioso todo cambia abruptamente, las cosas dejan de suceder, y si suceden el resultado es negativo, caminamos tropezando a cada rato, con la cabeza gacha, tristes, preocupados, todo parece de color gris, nuestro pecho se cierra y la frustración se ahoga en nuestro pulmones. La gente a nuestro alrededor nos ignora, nos señala, nos da patas "muy por debajo de los hombros", nos critica, nos infravaloran, no cuentan para nada con nosotros, etc.

Dos siameses circulares tan diferentes, pero en el fondo tan iguales. Porque los bucles de retroalimentación circulares pueden ser positivos o negativos y su influencia en nosotros es inversamente proporcional. Pero allí estamos, jugando al equilibrista semana tras semana, si el peso recae sobre uno de los círculos gozamos olvidándonos de todo, y si cae sobre el otro, sufrimos odiándolo todo. En uno jamás quisiéramos bajar del barco, y en el otro no encontramos el salvavidas para arrojarnos en plena sudestada.

Ese bucle positivo es una cadena de relaciones causa-efecto que se cierra sobre sí misma (causalidad circular) de forma tal que un incremento en cualquiera de los elementos de la cadena propaga una secuencia de cambios que aumenta en la misma dirección. Os pongo un ejemplo musical que tanto me gustan: ¿Has acercado alguna vez un micrófono a su correspondiente altavoz?. El sonido que sale del amplificador es recogido por el micrófono y enviado de vuelta al amplificador y así sucesivamente. El chirriante y molesto sonido que llamamos “acople” es producto de un proceso de amplificación donde el producto de una etapa del bucle se transforma en alimento de otra. Es un proceso reforzador, donde los cambios crecen como el efecto bola de nieve. Y un bucle de retroalimentación negativo es, al igual que el anterior, una relación de causalidad circular, pero al revés. Por lo tanto, esos dos siameses son diferentes pero esencialmente iguales.

Las personas y también las empresas saltan de círculo en círculo, en bucles donde todo parece una melodía de Vivaldi o por el contrario el “Wild Honey Pie” de Los Beatles. Probablemente el punto de equilibrio sea una especie de bendición, pero por lo general es una conquista. Y esa conquista requiere de confianza en uno mismo, certidumbre de nuestras fortalezas y debilidades, valentía para el cambio, intransigencia con la mediocridad y el conformismo, humildad en la observación, y una gota de sabiduría para entender que dentro de cada círculo solo hay una parte, de una parte, de nosotros mismos.



DIEGO LARREA



Adaptarse o ¿morir?

En la toma de decisiones muchas veces nos chocamos contra nuestro propio espejo, sin poder ver con claridad la diferencia entre la resignación y la adaptación. No sólo desde el punto de vista empresarial y la adaptación darwiniana al mercado, sino también dentro del ciclo evolutivo interno, que se cuestiona entre estar escondido detrás del conformismo u ofrecer el “pecho a las balas” de la convicción y la certidumbre.

La resignación no es muy recomendable. Ni siquiera ante lo inevitable. Incluso en esos casos caben otras actitudes de menos claudicación. Pensemos en la cantidad de situaciones que hemos bajado la cabeza aceptando el reflejo del sol como única realidad cegadora llena de convencionalidades, estructuras, qué dirán, dejando morir poco a poco esa ilusión, proyecto, sentimiento, idea, etc. Esa asunción no significa su aceptación y lo sabemos muy bien, porque es el tiempo, cual espina clavada en nuestra piel, que nos recuerda aquel desmoronamiento.

Adaptarse por estrategia o la estrategia que nos adapta, lo más infecundo es que se extienda y generalice una actitud de resignación ante lo que nos encontramos o se nos presenta. Hacen bien quienes trabajan y luchan por mejorar la situación, demostrar que es posible, no por tozudez o ablepsia, sino por el simple hecho de merecer ser quienes deseamos ser. Un pequeño gran detalle muchas veces olvidado.

Siempre existirán debates o interrogantes en este tema, como el  provocado por la conocida afirmación de Honoré de Balzac: “la resignación es un suicidio cotidiano”, que enfrentan a quienes la consideran una estrategia adecuada como aceptación inteligente de la realidad y a quienes estiman que es un modo de desistir ante la adversidad. Pero no menos cierto es que resignados, nuestra  confianza pasaría por desconfiar de nosotros mismos, de nuestro hacer y decir, a merced entonces de los que creen saber lo que nos conviene y a merced de los tiburones del mar de lo preestablecido.

Si como decía José Ortega y Gasset nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas y ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión, ¿podemos ser capaces de abandonarlas realmente?.Y si sólo sobreviven los que se adaptan mejor al cambio, la inteligencia evolutiva está por encima de toda racionalidad y serán los cambios en los hábitos forzados por las circunstancias (como dice Jean-Baptiste Lamarck) los que se impongan, y con el paso del tiempo queden fijados “genéticamente”. Por lo tanto el gen no se pierde, la esencia permanece, sólo permite inteligentemente a la mutación hacer su mejor papel: adaptarse.


Adaptarse no es morir, siempre y cuando no olvidemos lo que somos, lo que queremos, lo que deseamos. “Si mi sonrisa mostrara el fondo de mi alma, mucha gente al verme sonreír, lloraría conmigo“, decía un resignado Kurt Cobain.

Cada segundo: una oportunidad. Cada minuto: sesenta decisiones. Cada hora: un éxito. No lleguemos tarde: el reloj de lo auténtico también evoluciona.




DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego


Cuando el cambio no llega

Porque el mayor éxito es volverlo a intentar a pesar de mil fracasos.

¿Quién enciende la luz cuando estamos llenos de oscuridad después de haberlo intentado todo? ¿Frases, libros, vídeos, charlas,  canciones, banalidades dichas entre pasillos, consuelos bien intencionados? Probablemente estas pequeñas olas nos cubran solo hasta las rodillas. ¿Y el resto qué? Conocemos los caminos y ya todo lo hemos intentamos, pero los resultados nunca llegan, el gran cambio nunca llega.

Pero hay algo maravilloso capaz de cambiar nuestra escritura especular anímica, ligado a la supervivencia inconsciente natural y es que dentro de esa habitación a oscuras en la que nos encontramos, existe siempre ese pequeño haz de luz, probablemente fruto del deseo frustrado o del éxito machacado,  pero una pequeña luz al fin. Porque esa idea, ese deseo, ese proyecto, ese cambio, está allí. Lo hemos traído alguna vez y vive con nosotros. Fracasado, desengañado, cansado o hundido, pero está. Y esta asociación entre el último respiro de la esperanza y la perseverancia de la impertinente segunda oportunidad nos quita el respirador artificial, nos levanta de la cama,  nos abre las ventanas y nos ayuda a dar los primeros nuevos pasos.

¿Y por qué lo hace? Tal vez sea como la historia de la rosa que deseaba la compañía de las abejas, pero ninguna se le acercaba. Y a pesar de todo, esa flor aún era capaz de soñar. Cuando se sentía sola, imaginaba un jardín cubierto de abejas, y que todas venían a besarla. Y conseguía resistir hasta el próximo día, cuando, una vez más, abría sus pétalos.  -¿No te sientes cansada? –alguien le preguntó. –Sí, pero tengo que continuar luchando –respondió la flor. -¿Por qué?. -Porque si no me abro, me marchito.

ese “no marchitarse”  es triunfar. Y triunfar también es aprender a fracasar. El éxito en la vida también viene de saber afrontar las inevitables faltas de éxito del vivir de cada día. Cada frustración, cada descalabro, cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades humanas desconocidas. Si somos capaces de estirar el brazo y recoger ese único grano de paciencia, ilusión y sobre todo actitud que nos queda, podremos hacer que esas dificultades de alguna manera jueguen a nuestro favor. Y cuando tengamos ese pequeño grano en la mano, será el momento comenzar de nuevo.

Cuando esa frustración nos invade sin proponérselo nos invita a reflexionar, a preguntarnos por el sentido que tiene todo lo que sucede a nuestro alrededor. Una sensación que todos experimentamos alguna vez.  Entrenamos no para el momento inicial de la carrera o el deporte individual o colectivo que practiquemos sino para el instante de mayor tensión, cansancio, incluso de mayor bajón fisicoanímico. Por eso, hablar de estos temas y tener el atrevimiento de mirarnos en nuestro interior es parte del entrenamiento, no son gotas del mar de lágrimas.

Intentar afrontar estos temas desde las edades más tempranas es el gran desafío. Las mayores herramientas que podemos darle a nuestros hijos no tienen número de tarjeta bancaria, y alejarlos de la neurosis perfeccionista no tiene precio. Siendo padres o managers tenemos la enorme responsabilidad de construir los soportes,  montar los escenarios,  incluso a compartir las reglas del juego,pero todo sería incompleto sino entrenamos junto a ellos las competencias básicas para enfrentar con paciencia, ilusión y actitud aquellos momentos “cuando el cambio nunca llega”.

Y para finalizar, una reflexión de Don Quijote a Sancho: “y como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles. Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades".



DIEGO LARREA
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