En la toma de decisiones muchas veces nos
chocamos contra nuestro propio espejo, sin poder ver con claridad la diferencia
entre la resignación y la adaptación. No sólo desde el punto de vista
empresarial y la adaptación darwiniana al mercado, sino también dentro del
ciclo evolutivo interno, que se cuestiona entre estar escondido detrás del
conformismo u ofrecer el “pecho a las balas” de la convicción y la certidumbre.
La resignación no es muy recomendable. Ni
siquiera ante lo inevitable. Incluso en esos casos caben otras actitudes de
menos claudicación. Pensemos en la cantidad de situaciones que hemos bajado la
cabeza aceptando el reflejo del sol como única realidad cegadora llena de convencionalidades,
estructuras, qué dirán, dejando morir poco a poco esa ilusión, proyecto,
sentimiento, idea, etc. Esa asunción no significa su aceptación y lo sabemos muy
bien, porque es el tiempo, cual espina clavada en nuestra piel, que nos recuerda aquel
desmoronamiento.
Adaptarse por estrategia o la estrategia que
nos adapta, lo más infecundo es que se extienda y generalice una actitud de
resignación ante lo que nos encontramos o se nos presenta. Hacen bien quienes
trabajan y luchan por mejorar la situación, demostrar que es posible, no por
tozudez o ablepsia, sino por el simple hecho de merecer ser quienes deseamos
ser. Un pequeño gran detalle muchas veces olvidado.
Siempre existirán debates o interrogantes en este tema, como el provocado por la conocida afirmación de Honoré
de Balzac: “la resignación es un suicidio cotidiano”, que enfrentan a quienes
la consideran una estrategia adecuada como aceptación inteligente de la
realidad y a quienes estiman que es un modo de desistir ante la adversidad.
Pero no menos cierto es que resignados, nuestra
confianza pasaría por desconfiar de nosotros mismos, de nuestro hacer y
decir, a merced entonces de los que creen saber lo que nos conviene y a merced
de los tiburones del mar de lo preestablecido.
Si como decía José Ortega y Gasset nuestras
convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas y ellas
constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión, ¿podemos ser
capaces de abandonarlas realmente?.Y si sólo sobreviven los que se adaptan
mejor al cambio, la inteligencia evolutiva está por encima de toda racionalidad
y serán los cambios en los hábitos forzados por las circunstancias (como dice
Jean-Baptiste Lamarck) los que se impongan, y con el paso del tiempo queden
fijados “genéticamente”. Por lo tanto el gen no se pierde, la esencia
permanece, sólo permite inteligentemente a la mutación hacer su mejor papel:
adaptarse.
Adaptarse no es morir, siempre y cuando no
olvidemos lo que somos, lo que queremos, lo que deseamos. “Si mi sonrisa
mostrara el fondo de mi alma, mucha gente al verme sonreír, lloraría conmigo“,
decía un resignado Kurt Cobain.
Cada segundo: una oportunidad. Cada minuto: sesenta decisiones. Cada hora: un éxito. No lleguemos tarde: el reloj de lo auténtico también evoluciona.