Desde principios de la humanidad el hombre sueña y
transporta sus deseos a un contexto etéreo antes de poder transformarlo en una
realidad. Y en ese análisis de los cómos, dóndes y cuándos, se producen
innumerables “sumideros de la voluntad”
donde caen estrepitosamente al vacío muchos kilos de teoría, imaginación,
inteligencia y deseos. Esos grandes agujeros gélidos son los que marcan
realmente la diferencia entre la acción
(voluntad) y la inacción (falta de voluntad).
¿Cuántas veces nos encontramos contemplando emocionados
algún video, leyendo algunos mensajes, escuchando alguna reflexión sobre
personas que han superado instancias difíciles sea desde su imposibilidad
física, emocional, familiar, laboral o social?. Nos sensibiliza y hasta la
compartimos con amigos y familiares por distintos medios pero muy en el fondo,
y de manera subconsciente, provocamos una cierta distancia entre ese hecho y nosotros
mismos transformando ese mensaje en una película donde asumimos un rol de espectadores y no nos atrevemos a acercar
la lupa a nuestras propias carencias, a nuestras propias “discapacidades” y por
ende perdemos la perspectiva sobre nuestras verdaderas posibilidades.
Hágase mi voluntad
y no la del "mañana tal vez", "para qué si así estoy bien",
"¿y si no lo logro?", "¡más vale malo conocido que bueno por
conocer!", etc.
La voluntad como un ejercicio
permanente con orientación al hábito que no se mezcla con la motivación
como generadora de una fuerza externa sino de algo arraigado en nuestro
interior, que nos impulsa hacia la meta deseada. Un trabajo de hormiga o una
tela de araña que abre a golpe de machete el camino entrelazado de los miedos,
de la comodidad y de la autojustificación permanente. Somos expertos literatos
en destramar centímetro a centímetro nuestra vida como auténticos “mártires de
la realidad existente” dando rienda suelta a la teoría del "mundo contra mí",
justificando que es por ello mejor quedarme como estoy no vaya a ser que todo
empeore. Y lo hacemos con temas de trabajo, de familia, de relaciones
personales o profesionales, de salud, de malos hábitos, etc.
Si bien el impulso
sin la razón es ciego y la razón sin impulsos es paralítica, vaya a saber
uno por qué maravilla del ser humano algunas veces, en determinadas situaciones
límites, surge una fuerza interna justo en momentos donde “el todo y la nada se
dan la mano”, donde miramos nuestra vida a contrarreloj. Es allí cuando
científicos y médicos no pueden justificar la mejora, el cambio o evolución sufridos
y tan solo pronuncian esta frase (fuerza de voluntad) como antídoto o remedio
milagroso generado desde el laboratorio más perfecto: nuestro ser. Y con igual
fuerza pero en sentido inverso, cuando ese gen interno decide matar la voluntad
y la fuerza que ella genera, no hay curación ni expertos salvadores que puedan
remediarlo. Somos los dueños exclusivos de la receta, de la llave y de nada
servirán las bonitas palabras externas. Y como decía Feliciano Franco de
Urdinarrain: “El valor no es la ausencia
del miedo, sino el miedo junto a la voluntad de seguir”.
Hay otra realidad con la que se encuentra la voluntad, donde
la vida está llena de sinsabores, de grandes obstáculos, de injusticias, y en
la que existen escenarios realmente complicados donde aplicar estas palabras
puede resultar un tanto discordante porque las excusas se abren paso ante el
alud de la realidad y leer decálogos de “la felicidad” puede resultar hasta
insultante. Las perdidas, por ejemplo,
nos dejan shockeados, sin respuestas y pueden significar un gran escollo,
incluso uno de los más altos y dificultosos para escalar.
Recuerdo a mi abuelo en sus últimos momentos en el hospital,
y acercándome a él le hice una broma cómplice entre ambos: "Animo abuelo, que si sales de esta situación cambio de equipo de
fútbol y me paso al tuyo"...y él entrelabios me susurró con su última
sonrisa hacia mí y me dijo: "Ella se
fue y nada tiene ya sentido". Me dolió lo que escuché, pero en el
fondo lo entendí. Su voluntad estaba agotada, producto de la ausencia de su
gran “motor”.
Pero a pesar de ello, de manera indirecta o directa, en
muchas de estas situaciones revive el gen, contra todo pronóstico la supervivencia gana a la indolencia, porque
hay un deseo, porque hay una meta, donde a pesar de todo sale a relucir esa
pequeña llama interior, esa fuerza.
Juguemos el rol que juguemos como amigos, parejas, padres,
hijos, compañeros, jefes, etc., deberíamos aprender a mirar un poco más en el
otro, dentro del otro, qué sucede en el otro, “dejar de mirar el móvil (celular) de nuestro ombligo” y generar de
manera valiente un simple acto de valoración, desterrando el “dar por hecho que todo lo sabemos, que todo
lo conocemos, que ya todo lo hemos hecho y dicho, etc.”. En un mundo
autista provocador de miedos, comodidades y falsas estructuras, la voluntad de
ejercer esta actitud dignifica y ayuda a crear nuevos espacios de confianza, generando
directamente un por qué o una ilusión, abriendo puertas y ventanas inimaginadas
en el otro y en uno mismo.
Los “miedos, la comodidad,
la zona de confort y los hubieras” rodean de una forma guerrera a la
voluntad, la someten, la ridiculizan, la desprecian, la rebajan a la mínima
expresión, y terminan por convencerla que su inmovilidad es el éxito, es el
acierto, es la mejor de las decisiones. Y la voluntad, muchas veces aturdida y
cansada, se deja convencer y repite la frase del “no puedo” una y otra vez,
hasta producir el síndrome de la falsa felicidad, a veces eterna, que por tanto
repetir se convierte en parte de nuestro convencimiento.
Y como decía Víctor
Hugo: “Creer no constituye más que el
segundo poder; querer es el primero. Las montañas proverbiales que la fe mueve
no son nada al lado de lo que hace la voluntad”.