En los grandes cambios que ha vivido la humanidad todo se ha puesto “patas para arriba”. Cambió la política, la economía y muchas veces las reglas de juego hasta entonces dominantes. Y eso mismo está ocurriendo ahora. Lo vemos a nuestro alrededor, con nuestros hijos, amigos, en nuestro trabajo, con nuestra forma de relacionarnos, de comunicarnos o de comprar, etc. Y en el medio de semejante tsunami se hace indispensable reflexionar entre todos sobre qué valores deben regir el desarrollo tecnológico y qué límites se imponen o no. Incluso nos preguntamos hasta qué punto queremos que las máquinas tomen sus propias decisiones.
Ya no es ciencia ficción. En 2030 un 34% de los puestos podrían estar en riesgo por el progresivo proceso de automatización, según alerta el estudio Will robots steal our jobs? elaborado por PwC y que analiza la situación en 27 países. Y esto es sólo un ejemplo. Lo importante es preguntarnos: ¿cómo nos preparamos? ¿cómo adaptamos ese nuevo modelo a un grado de bienestar general y no de exclusión?
Los valores deberán ser nuestra guía y el ejercicio de cambio que hagamos, siempre será por necesidad y no por imposición. Porque la tecnología es muy difícil de parar y lo único que podemos hacer es encauzarla, aprender y tener siempre la llave de la decisión final.
No estoy de acuerdo con algunas teorías que hablan de la generación de nuevos valores en torno a esta disrupción. Creo que los valores no tienen generación, no tienen fecha de caducidad y todo lo que hagamos debe girar a su alrededor. Quizás cambien los códigos o los estilos, incluso las formas, las habilidades o competencias, pero los valores son perennes. Cambia el cómo, el cuándo y el dónde, pero nunca el qué.
Por ejemplo, la transparencia va a ser uno de los valores más apreciados, no sólo por los clientes sino por la sociedad en su conjunto. Éste fue, es y será un valor fundamental de credibilidad, sólo que se está adaptado a un nuevo entorno.
Es fundamental colocar a los valores en el centro de este cambio. Y entre todos poder construir una sociedad presente y futura capaz de aprender de sus errores y virtudes, mezquindades y bondades, justificando así el progreso como la verdadera complementariedad necesaria y no arbitraria.
Hoy la “vida analógica” (la vida como la conocemos) y la vida digital se están fusionando. Lo que ayer era imaginación hoy es realidad o posibilidad. El concepto de cercanía está mutando de una manera trepidante, pensando en estar más cerca y sintiendo cada vez más lejos. Una dicotomía ésta que nos sacude diariamente y nos enfrenta a una peligrosa nueva soledad ruidosa ¿Eso qué quiere decir? Pues que todo va a ser distinto. Todo lo que hoy tenemos a nuestro alrededor estará conectado a internet, emitiendo y recibiendo información. ¿Y nosotros? ¿Desde dónde lo estamos mirando? Si nuestro afán es estar cada día más cerca de todo, cuidemos el no alejarnos demasiado de nosotros mismos y de los demás. Y dependerá de nosotros, de nuestra educación y de nuestros valores el ser parte de la inteligencia emocional colectiva o el ser un solitario y olvidado punto de red más.
Estamos acostumbrándonos a un tiempo veloz, a estar seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades y las de hoy ya no estarán. Y ese modelo lo estamos incorporando a todos los aspectos de nuestra vida, ya sea con los objetos materiales o con las relaciones con las personas, incluso con nosotros mismos. Comenzamos a sentir que todo cambia de un momento a otro y por lo tanto tenemos miedo a establecer los “para siempre”.
Necesitamos preservar los valores independientemente a las transformaciones, para abandonar la desagradable sensación de ser incapaces de cambiar nada, en un mundo en el que paradójicamente somos más libres e independientes que nunca antes. Dejemos de ser ese puñado de individuos con buenas intenciones, y diseñemos con valores la nueva casa en la que todos estamos deseando vivir.
DIEGO LARREA BUCCHI
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