Soy un gran defensor de las nuevas
tecnologías como instrumento de fomentar la participación y la colaboración
colectiva generando círculos abiertos de conocimiento y no de exclusión, por ello creo interesante hablar y
reflexionar sobre la cara menos visible de las redes, que nos arrasan sin dar
explicaciones y son capaces de poner en jaque hasta los grandes partidos
políticos creando una agrupación en cuatro meses y hacer tambalear el sistema
electoral. Pero la velocidad es imprescindible para algunas cosas pero caótica
para otras, y en el afán de aprender y desaprender, en el estar por tener que
estar, el factor de la inmediatez nos hace perder un lado vital: la reflexión,
el buen aprendizaje, y si no somos capaces de “timonear” esta gran cascada de
agua, probablemente nos arrastre la corriente y nos ahoguemos en el mar de la
analfabetización digital 2.0.
La entrada constante de información, en un mundo siempre
conectado, nos lleva a no tratar ninguna información en profundidad. Cuando la
información es algo extensa la lectura pasa a ser interruptus o en diagonal. Se calcula que entre el nacimiento de la
escritura y el año 2003 se crearon cinco exabytes (billones de megabytes de
información). Pues bien, esa cantidad de información se crea ahora cada dos
días. Es tanta la cantidad de información que trastoca nuestros criterios de
búsqueda como niño que se cae a una piscina olímpica de golosinas. Su
desesperación hará que en breves minutos logre intoxicarse (Infoxicación).
Durante siglos hemos asociado más información a más
libertad. Sin embargo, estamos caminando al borde de nuestra misma dictadura de
la sobreabundancia que hace que pocos elementos de entre todo ese mar resalten
y queden fijados a nuestra memoria, que hoy se encuentra medio perdida al no
poder atar datos con situaciones y lugares concretos. Muchas cosas pasan
desapercibidas, leídas pero sin ser realmente vistas. Y eso puede ser
peligroso.
Y si a ello sumamos nuestra actitud contemplativa
participativa pero poco colaborativa en nuestras redes, con ánimos más de
espectador que de protagonista a la hora de fomentar conocimiento y
experiencias, asumiendo un rol meramente voyer, el puzle comienza a ser más
complejo de darle forma. Jugamos a poner
me gustas, a leer frases cortas, frases de otros, fotos y comentarios de
momentos, que como todo juego es bonito y divertido, pero si todo se transforma
en esa sencillez o superficialidad de mensajes y contenidos podemos esclavizar
nuestra mejor herramienta azotando a nuestra cultura y nuestro aprendizaje.
Sentimos que nuestra capacidad de concentración en la
lectura de textos largos es cada vez menor. La causa: la actividad multitarea,
atento a la vez a la web, el Twitter, al teléfono, al Skype, el Facebook, al
WhatsApp... Internet es un paraíso, pero cuidado en convertirlo en un limbo,
porque puede incitarnos a buscar lo breve y lo rápido y alejándonos de la
posibilidad de concentrarnos en una sola cosa. Y aunque parezca una absurda
reflexión, no creo que lo sea tanto, ya que niños de tres años ya buscan sus
videos en móviles y a partir de allí nos encontramos con grandes expertos
nativos digitales que respiran redes e internet y somos nosotros quienes
tenemos la oportunidad de reflexionar a tiempo y educar con sentido común, con
espacio y tiempo, siendo responsables y espejos de esta evolución.
La avalancha de información se puede gestionar mejor si
establecemos prioridades. Hemos de tener claro qué temas nos interesan, centrar
la atención en pocas áreas y procurar que sean lo bastante concretas. No se
puede pretender estar al día de muchos temas o de temas demasiado amplios: ya
en 1550 el teólogo Juan Calvino se quejaba de que había tantos libros que ni
siquiera tenía tiempo de leer los títulos. Como apunta Cornellá: "Hay que escoger muy bien las fuentes
de información. Dedicar parte del mejor tiempo del día a la información de
calidad. Cuanta más de esta manejas, más capaz eres de discriminar que lo que
tienes delante es pura basura. La buena información, la relevante,
desinfoxica".