En muchas organizaciones, en muchos grupos humanos y también
en muchas relaciones, la discrepancia no solo no es bienvenida, sino que es
temida. Se vive como un factor de potencial desestabilizador del grupo o de la
relación, y se evita siempre que se puede. Sin embargo, la discrepancia en un
grupo de trabajo o en una relación no solo no es peligrosa o dañina sino que es
de gran ayuda y debería ser siempre deseable. Solo a través de la discrepancia
las personas somos capaces de cuestionarnos las cosas, explorar nuevos caminos
y buscar nuevas soluciones a viejos problemas. La discrepancia ayuda a los
grupos a que crezcan intelectualmente y desarrollen su inteligencia colectiva,
una inteligencia que poco tiene que ver con el coeficiente intelectual
individual de los miembros del grupo, y mucho tiene que ver con los
intercambios comunicativos entre sus miembros.
Ni en el contexto de un grupo, ni en el de ninguna relación
deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar
automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de
afrontar una decisión o un problema.
Y si la discrepancia es positiva, ¿por qué tantas veces la
tememos o la evitamos? Probablemente ello se debe a que demasiadas veces, lo
que empezó como una legítima discrepancia acaba en una violenta discusión sin
saber muy bien por qué. Lo que en realidad tememos no es la discrepancia, es el
conflicto.
Decía Paul Valéry que
en toda discusión no es una tesis lo que
se defiende, sino a uno mismo. Caemos
en la discusión no porque estemos en desacuerdo sobre algo, sino porque
reaccionamos emocionalmente a lo que el otro ha dicho. La explicación al
hecho de convertir una conversación en discusión la encontramos en el cómo decimos
las cosas, más que en el qué decimos (pequeña relación con lo comentado en el
post de la semana pasada: “No
me digas qué, dime cómo”).
Podemos estar en desacuerdo sobre un tema, y podemos
discrepar abiertamente sobre él sin que entremos en conflicto, pero para que
esto suceda, hay una delgada línea roja
que no debemos cruzar, y que es el juicio personal. En el momento en que la
otra persona se sienta juzgada, y por extensión atacada, el conflicto está
servido.
Muchas veces traspasamos esta línea roja de forma
inconsciente. Pero la cruzamos. Imaginemos que alguien nos presenta una
propuesta y no nos gusta. Es muy distinto decir algo como "la idea no me ha levantado de la silla", a soltar que "se nota que no te lo has trabajado".
En el primer caso hablo de mí y de la impresión que me ha causado la propuesta,
mientras que en el segundo caso juzgo al otro, sin ni siquiera saber si mi
juicio es cierto, con un riesgo de que se sienta atacado. Lo mismo ocurrirá en
el terreno personal de las relaciones. Si alguien me levanta la voz será
distinto decirle "la forma en que me hablas me duele" que optar por
un juicio como "eres un histérico". Y por desgracia es justamente en
las relaciones de confianza y/o sentimentales donde nos creemos con derechos
añadidos para relativizar la vulnerabilidad del otro y el daño que esto puede
causar abriendo las compuertas de un río que somos incapaces de frenar a tiempo
de la inundación. Y como managers tenemos también una responsabilidad en estas
situaciones complicadas donde, una vez más, debemos demostrar nuestra capacidad
de liderazgo para saber reorientarlas.
Así pues la clave
está en el impacto emocional de nuestras palabras, no en su contenido. No
es el desacuerdo lo que nos hace discutir. Es el sentirnos ofendidos, atacados,
menospreciados, o cualquier otro sentimiento que se desprenda de la manera en
que nos hablan.
También recordamos a Dale Carnegie cuando decía que "La
única forma de salir ganando de una discusión es evitándola". Esta
afirmación es sin duda cierta, pero no por ello siempre deseable. Porque aunque
debemos evitar siempre que podamos el conflicto, no debemos renunciar, por
evitarlo, a hablar y confrontar las cosas cuando tenemos discrepancias.
Hay organizaciones, y sobre todo hay relaciones, que huyen
sistemáticamente de toda discrepancia, instalándose en una ficticia “pax romana”
que crea una ilusión de permanente bienestar. Los miedos a decirle lo contrario
a nuestro jefe o bien la poca capacidad que éste tenga para hacernos sentir con
libertad para expresarnos pueden ser un coctel explosivo a largo plazo. Pero las organizaciones (y las relaciones)
que optan por este camino, se estancan y acaban muriendo de inanición. En
primer lugar, porque renunciando a contrastar opiniones e ideas se renuncia
también al crecimiento. Y en segundo lugar, porque esta “pax romana” no es
natural, y la organización (o relación) se acaba asentando en una asfixiante
hipocresía que es claramente desmotivante. Los mejores equipos directivos, los
mejores grupos de trabajo, deportivos, de amigos o parejas que ante todo tienen
la humildad de la escucha y la capacidad de aceptación de ideas ajenas,
normalmente están ligados a grandes resultados.
El debate de ideas es el motor de crecimiento personal y
organizativo. Y renunciar a él para evitar los conflictos es firmar la
sentencia de muerte de la empresa o la relación. Como afirmó Joseph Joubert, "es mejor debatir una cuestión sin
resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla".
Adicionalmente hay que tener en cuenta que la ficticia “pax
romana”, cuando se rompe, lo hace de forma agresiva y descontrolada, pues salen
a la luz sentimientos escondidos y reprimidos durante tiempo. Hay un efecto
péndulo, y pasamos en un instante de la paz a la guerra, sin un punto
intermedio.
Y es cierto cuando dicen que no porque hayas hecho enmudecer
a una persona la has convencido, el conflicto en una discusión proviene siempre
de una reacción emocional. Así pues, si hemos caído en él, y queremos
solucionarlo, debemos resolver las emociones.
En lugar de enzarzarnos en interminables defensas de
nuestros argumentos, busquemos qué nos ha separado en el terreno emocional, e
intentemos superarlo. Lo podremos hacer si somos capaces de expresar estas
emociones. No es un diálogo fácil. Requiere que se lleve a término en
serenidad, no en pleno fragor de la batalla. Requiere muchas veces también una
preparación previa: avisar al otro que queremos tener este tipo de conversación,
para que venga emocionalmente preparado y no ponga por delante todos sus
mecanismos de defensa.
Y hemos de saber que no siempre lo podemos lograr. Dos no se
entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa, y probarlo,
porque la mayoría de nosotros sí queremos entendernos con los demás. Demos luz
verde a la discrepancia, que la tibieza es el peor de los estados.