Aquello que Platón y Aristóteles postulaban sobre
la capacidad de asombro, de admiración y de extrañeza que siente el hombre ante
la realidad que lo rodea, y ante la conciencia de sí mismo y de algunas circunstancias
que lo afectan, el hombre en la actualidad lo está perdiendo a consecuencia de
aplicar para todo y en todo una actitud pragmática, vertiginosa, conservadora y
cómoda bajo el cliché de un hombre moderno.
Vivimos en un mundo instantáneo, en el que
la noticia de un gran acontecimiento tarda décimas de segundo en recorrer el
globo, y un par de días en perder relevancia por completo. Y a esta misma
velocidad hemos perdido la capacidad de asombro, colectiva e individualmente.
Las redes sociales han cambiado todo. La
información se ha vuelto más desechable aún antes de su aparición y está al
alcance de millones de personas a la vez. Leemos pero no recordamos, algo nos
impacta un momento y ya lo asumimos al siguiente. No sé si esto será bueno o
malo desde el punto de vista de la comunicación, pero en lo que respecta a
nuestra vida personal estamos comenzando a copiar este modelo de análisis en
acciones básicas diarias de nuestra vida, en nuestros procesos de decisiones o
no decisiones. En definitiva, un formato que a corto plazo minimiza nuestra
capacidad de asombro y admiración.
Los niños tienen la mente abierta, no
contaminada y para ellos todo es nuevo. Con el paso de los años van perdiendo
su capacidad de asombrarse, de llamarles la atención las cosas cotidianas, su
curiosidad por todo lo que los rodea. Así es como con la adolescencia, la juventud
y la llegada de la madurez vamos perdiendo nuestra capacidad de admirar (sentir
lo que nos rodea); en el fondo, de vivir. Pasan los años y nos cuesta más asombrarnos
de algo, todo nos parece “evidente”: el encender la luz desde un interruptor,
abrir la llave y ver correr el agua, despertarnos y ver la luz,ir todos los
días a nuestro trabajo, sentarnos a una mesa a comer, ver nuestros niños correr
por el salón, nuestra pareja dormida a nuestro lado, la llamada oportuna de
nuestro amigo/a, el “cómo estás hijo” de un padre o una madre, todo esto nos
parece “evidente”, salvo cuando algo de ello nos falta. Es en ese misterioso y
arbitrario momento cuando apreciamos lo valioso que son estos “elementos”,
entre muchos otros.
Damos por hecho que la vida es así, que
solamente debemos ocuparnos de seguir la inercia de la rutina, de dejarnos
empujar por la marea y que nos sitúe en el punto natural que corresponde en ese
momento. Vivimos contemplando, y esa actitud la llevamos tanto en los momentos
felices y en los infelices como si no dependiese de nosotros mismos la toma de
decisiones. Hay realidades que por lo finitos que somos no podremos remediar ni
prever, pero nuestra capacidad, talento, competencias y sobre todo amor propio
pueden de alguna manera ser palancas claves para generar los buenos cambios.
Bob Marley decía que nos pasamos la vida
esperando que pase algo... y lo único que pasa es la vida, y que no entendemos
el valor de los momentos, hasta que se han convertido en recuerdos. Y esa
actitud nos lleva a marchitarnos, a desinflarnos, a apagarnos, siendo nosotros
mismos los generadores de los grandes vacios que inconscientemente combatimos y
donde el rol del otro es la eterna excusa: “es él/ella el/la que ha cambiado”,
“es el trabajo que ya no me motiva”, “es mi jefe el que provoca distancias”,
“son los hijos que nos absorben y no nos dejan ser”, “son mis amigos que no se
preocupan por mí”, etc.
Quizás hemos visto todo, pero no hemos
observado nada; hemos oído todo, pero no hemos escuchado nada. Vivimos la
admiración como una sensación y no como un valor, la sensación es efímera,
temporal y variable, en cambio el valor es eterno. Pero para construir el valor
de la admiración necesitamos trabajar todos los días, adueñarnos de nuestras
responsabilidades, de nuestros retos, de nuestra capacidad de innovación, de
nuestra coherencia, de ser realmente quienes somos con transparencia y de
abandonar la soberbia, y el efecto bumerang será natural y el reproche pasará a
ser residual, porque como dice Drexler “cada
uno da lo que recibe, y luego recibe lo que da, nada es más simple, no hay otra
norma”.
La curiosidad bien entendida, es una gran
característica ya que revela deseos de superación, de conocimiento, de
innovación y una de las llaves de apertura de nuestra zona de confort. La
capacidad de asombro está ligada armoniosamente a la humildad y al
reconocimiento personal. Conocerse e ignorar lo que hemos visto en nosotros es
doble ignorancia y no hacer nada por remediarlo, la esclavitud eterna.
La actitud contemplativa del asombro y de
la admiración genera frustración, provoca rupturas emocionales, personales, sentimentales
y profesionales. Entendemos la admiración y asombro como un puente compartido,
de responsabilidades comunes donde el ingrediente de “lo nuevo” seamos nosotros
mismos y no una simple exposición de galería. La responsabilidad sobre la
generación de nuestros nuevos escenarios de encandilamiento depende de nosotros
mismos,siendo capaces de enfrentarnos al cómodo sofá del “para qué si así
estamos bien”.
¡Excusas fuera! La admiración y el asombro
también se construyen. Por eso, haz lo que quieras hacer, como terminaba su
frase Bob, antes de que se convierta en lo que te "gustaría" haber
hecho. No hagas de tu vida un borrador de excusas, porque posiblemente no
tengas tiempo de pasarlo a limpio.