Según una investigación de la revista
Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU, los seres humanos
dedican entre el 30% y el 40% de lo que hablan a informar a otras personas de
sus propias experiencias subjetivas, en definitiva, a hablar de sí mismos. En
redes sociales el porcentaje se sitúa por encima del 80%.
Existe un síndrome muy típico entre
nosotros, y digo entre nosotros porque no quisiera victimizar a un porcentaje
de la población cuando muchas veces nos encontramos dentro de esa estadística,
y es el “síndrome de la pregunta prisionera”que
consiste en simplemente preguntar un “Hola,
¿cómo estás?”, y verse mágicamente atrapado por las “las memorias del ególatra”que con sus dos manos nos tapa
rápidamente nuestros oídos y por esa sensación de vacío nos encontremos
hablando sobre nosotros mismos, sin reparar en la respuesta del otro.
El egotismo
(y no el egoísmo) viene del latín "ego" que significa "yo"
y de "ismo" que hace alusión a la "práctica de", y
significa la excesiva importancia
concedida a uno mismo y a las propias experiencias vitales. Es la tendencia
a hablar o escribir de modo excesivo sobre nosotros y además hoy le
incorporamos un matiz relevante: la
hipoacusia relacional y de la comunicación. El egotismo se convierte en una
imposibilidad de ceder el control ante la experiencia de fusión del contacto
final.
En la interrupción egótica las fronteras se
mantienen de forma rígida y aunque parezca que el contacto tiene lugar con el
otro, no lo hay,hay un abandono comunicativo referencial y se produce un vacío
en la inteligencia emocional, donde la habilidad del “saber escuchar” es más
difícil de encontrar y desarrollar que la de ser “buen comunicador”, pero
proporciona más autoridad e influencia que esta última.
Nuestros egóticos ególatras no son más ni
menos que los “monologuistas hipoacúsicos”, aquellos que les gusta escucharse
solo a ellos, donde su sabiduría y sus historias son lo importante, donde todo
lo que hicieron, hacen y harán es lo correcto, pero lo menos importante es
quien está delante de ellos. Solo necesitan al otro para que sostenga el
espejo, las luces, y luego al finalizar su monólogo pueda aplaudir fuertemente hasta
saciar su hambre y su sed. El monologuista y su sordera. No importa lo que te
suceda a ti, que él tendrá una anécdota mejor para refutarte y retomar el
centro de la atención.
Pero esa hipoacusia también la vivimos
desde otro lugar: ¿cuántas veces asentimos con la cabeza de arriba hacia abajo
mientras nos hablan, pero en realidad no estamos escuchando nada o no nos
interesa escuchar porque lo que dicen es menos relevante, trascendente o menos
cierto que lo nuestro, pero afirmamos con nuestra cabeza? ¿Cuántas veces hemos
procesado nuestra respuesta de manera paralela a la escucha que estamos
haciendo?. ¿Cuántas veces nos hemos quedamos en blanco y luego intentamos
rápidamente hilvanar las últimas frases para poder retomar el planteamiento que
nos estaban haciendo?.
Son tres ejemplos de situaciones típicas
que demuestran que nuestra capacidad de escucha muchas veces tiene un filtro
que sólo recubre nuestra área de interés intentando así reforzar nuestros
mensajes, nuestras ideas, nuestros puntos de vista, olvidándonos de contrarrestarlos
con los ajenos por inseguridades, vanidades, falta de tiempo e interés, y hasta una pisca de soberbia.
Tanta fuerza tiene el micromundo que
ideamos a nuestra imagen y semejanza, utilizando esos poderosos filtros, que somos
capaces de decir frases como:"tienes
razón en todo, pero seguiré haciendo lo
que te he dicho"; demostrando que somos incapaces de aceptar los cambios o bien que el
otro tenga un planteamiento, idea o solución mejor a las nuestras, y así
mantener intacta nuestra “área protegida”. Pero esta misma área protegida puede
convertirse en una peligrosa granada de mano, capaz de estallarnos en el
momento menos pensado, haciendo volar nuestras teorías narciso-conformista por
los aires.
La escucha
y la pregunta si no provienen desde la humildad, el aprendizaje, la
inteligencia emocional o la necesidad constante de cambiar e innovar, caen en el
desierto de los mediocres.Escuchamos con atención la suave armonía que nos
gusta escuchar, pero bajamos el volumen ante los acordes estridentes que ponen
en jaque nuestras certezas.
Y cuando el jaque mate está por suceder, cuando
“el rey no tiene escapatoria” tenemos la habilidad de redirigir a la velocidad
de la luz el epicentro del cuestionamiento y darle relevancia a una nueva temática,
por supuesto ajena a nosotros y lejos de nuestra área protegida.
El egotismo bidireccional tanto para
nuestra escucha como para nuestra pregunta está relleno de vacios endémicos
producto de nuestra petulante inseguridad.
El hábito de escuchar se desarrolla preguntando
y callando, pero sobre todo y especialmente trabajando el “mindfulness” o
atención plena, es decir, aprendiendo a estar presente en lo que estamos con
todos los sentidos, emociones y pensamiento, nos guste o no lo que oímos. Y en
el hábito de escuchar también es importante el “cómo” porque el cómo
escuchamos, o cómo consideramos al otro, es el pasaporte al territorio del buen
entendimiento.
Aunque pasen los años y sintamos que
tenemos todo bajo control, esas viejas granadas estallan sin previo aviso, y
paradójicamente es cuando caemos en la cuenta que la oportunidad ya está
mutilada, y probablemente el reloj del tiempo ya forma parte de los escombros.No
malgastemos energía, aceptemos
nuestra debilidad para fortalecer nuestro mayor músculo: la humildad en la
escucha: capaz de levantar los mejores cimientos de nuestros proyectos,
objetivos y deseos, y que nos hará inmensamente “gigantes”, venciendo
épicamente al ególatra de la pregunta prisionera.