Una de mis fantasías de niño era imaginarme
cómo seríamos los seres humanos con una especie de pantalla de televisión en
nuestra frente, que reprodujese en tiempo real lo que pensábamos y sentíamos. En mi inocencia infantil, creía que
esto podía ser el mejor descubrimiento o invento para la humanidad, pero no tenía
la capacidad para hacerlo realidad y quedaba archivado entre otras tantas
ilusiones, una y otra vez.
Casualmente, esta mañana me levanté
gratamente sorprendido con una noticia sobre un equipo de investigadores que está
desarrollando un sistema que convierte en tiempo real las ondas cerebrales en
sonido, y que podría mejorar la comunicación de personas con discapacidad
motora e intelectual. Además de la inmensa alegría que me produjo pensando en
estas personas y sus familias, me trasladé automáticamente, y por supuesto con
el respeto que se merece esta investigación, a mi fantasía infantil. Queda
confirmado científicamente, que el lenguaje interior tiene una fuerza
increíblemente real, que nos lleva hoy a reflexionar sobre la importancia de lo
que pensamos y no decimos, o no podemos decir, o no queremos decir.
Esta comunicación “no verbal”, es tan o más
intensa que la comunicación verbal, de hecho, la mayoría de los investigadores
están de acuerdo en que la comunicación no verbal es considerablemente más
importante que la verbal. Algunos postulan que más del 93% de nuestra
información se comunica de forma no verbal.
Es así como, dentro de esa “no
comunicación”, muchas veces se tejen matices que pueden decidir caminos y destinos.
Caminos que nos pueden llevar a la “Ciudad
del No Ser”, donde decimos lo que “debemos decir”, mientras
el otro “acepta” escuchar lo que quiere escuchar. Una vez dentro, transitamos por
sus calles, siendo quien no somos, experimentando una sensación de “inmigrante
de nosotros mismos”. Una ciudad donde las sonrisas, los mensajes, las miradas, están impregnadas de una alta
contaminación de esmog. Y esa polución nos agota, nos enferma, nos deprime, nos
adormece y nos atrapa. Pero aun así, aceptamos
vivir allí muchas veces por necesidad y otras por miedo a “romper” esa ambigua
o falsa convivencia y abrir espacio a nuestra propia ventana interior que nos
permita airearnos, despejarnos y despertar.
Miremos a nuestro alrededor, tanto en el
ámbito laboral como en el social, la cantidad de personas que son incapaces de
utilizar su “rostro descubierto”. Tal
vez el temor a ser y exponer quienes somos, parezca algo inaudito en este mundo
tan digital en el que vivimos, pero es una realidad más profunda e intensa de la
que imaginamos, sólo es cuestión de tomarse el tiempo para “saber observar” a
nuestro alrededor más próximo. Sin olvidar que, paradójicamente, la era redes
sociales nos entrega herramientas espectaculares de acercamiento, de
colaboración, pero que sin embargo en muchos casos facilitan el sellado de las
compuertas de nuestro “yo verdadero”.
En ciertas empresas podemos detectar fácilmente
cuando se vive en la “Ciudad del No Ser”: donde el “siseñorismo” es moneda
corriente, donde el deseo por pertenecer al “Club de los selectos” es tan
grande, que podemos cambiar de pensamiento o teoría con tal de “recibir la
bendición”, donde las risas forzadas son propias de una publicidad televisiva
de los años setenta, y donde existen agujeros negros o zonas prohibidas de
personas trabajando, a las que no está bien visto acercarse o compartir.
La responsabilidad de aquellos que tenemos la
enorme “fortuna” de gestionar personas, como siempre es alta. Detectar el nivel
de relación que establecemos con el otro (y no me refiero a establecer vínculos
de amistad en el trabajo), debería ser una de las principales misiones de un
buen manager. Permitir que determinados códigos de conducta, convivencia y
valores reinen o se destierren de un ambiente laboral, es labor de un verdadero
líder.
Mirarnos al espejo y tener la humildad de
reconocernos, o no, como esos personajes históricos (y no tan históricos), que
necesitaban de pequeños bufones, con una flexibilidad cervical extraordinaria
(de arriba hacia abajo, y de abajo hacia arriba) y que siempre dijesen “SI”, es
un paso de gigante.
El dilema del ser, estar, parecer y semejar no es una simple frase, y quizá sea
una de las combinaciones más complejas en el ser humano. Hay que tener tanta
capacidad para lograr ser uno mismo, como para aceptar que el otro sea él mismo.
Las obviedades que archivamos o ignoramos son las grandes trabas del
crecimiento y la superación.
Conocer lo que el otro piensa, siente o
espera, ya no es una fantasía de “esos locos bajitos”, ni necesita la
confirmación de un estudio científico, es sólo una cuestión de querer o no
querer, del ser o no ser. Y como decía nuestro amigo Nietzsche: el individuo ha luchado siempre para no ser
absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces
asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno
mismo.