Convivimos en un mundo que no es previsible, donde la certidumbre
no es cierta. Aquellas certezas que nuestros padres nos daban y nosotros
asumíamos confiados ya no existen. Esa frase de “si haces todo bien lograrás buenos resultados” hoy,
lamentablemente, como padres, managers, parejas, amigos, no podemos asegurarla.
Y como no podemos hacerlo nuestro rol se transforma en “pequeños grandes”
compañeros de viaje, experimentando los cambios de manera conjunta. Esta
transformación a nivel social que trastoca lo relacional nos propone sin
quererlo un nuevo modelo: en donde el “yo individual” pierde la batalla contra
el “nosotros”.

En este ámbito de nuestra reflexión, la competencia es la
simple idea del tú o yo, la idea de la disputa, la contienda, la rivalidad por
obtener la misma cosa. En cambio compartir o colaborar es obtener beneficios
juntos. La colaboración es la competencia inteligente. Pero, colaborar es
extremadamente más complicado que competir. Construir unas bases metodológicas
que hagan que las organizaciones colaboren es mucho más difícil.

Pero decirlo es algo si se quiere hasta es “moderno/actual”,
pero ponerlo en práctica requiere de muchos requisitos indispensables para
llegar al éxito. Algunos de estos son: la humildad, la escucha, el
reconocimiento, la visión, la integración, la empatía, entre otros. Y no hace
falta irnos muy lejos para detectar el embrión colaborativo por antonomasia: simplemente
con asomar la cabeza por la ventana de nuestras familias, seguida por nuestras
relaciones personales, relaciones de grupo, laboral, etc.

Por lo tanto, la competencia por llegar solo tuvo un instante embrionario de gloria en nuestras
vidas, pero al dar a luz el instinto natural nos llamó al llanto, a la
protección, al intercambio, a la supervivencia para desarrollar nuestra vida, olvidándose
del Yo y abrazando al Nosotros, aunque muchas veces nos olvidemos de ello.
DIEGO LARREA