Sabiamente Hermann Hesse decía que sólo se tiene miedo cuando no se está de
acuerdo con uno mismo. Entre los motivos más importantes de tribulación que
tenemos las personas se encuentra el poderoso “temor a perder“ que crea un
escalofriante escenario de inseguridad, plagado de calles oscuras y esquinas
desiertas. La persona que lo padece es consciente de su propia debilidad e incluso llega a
aceptarlo, por lo tanto, no es algo que pertenezca a la esfera de los demás,
sino al ámbito de las propias decisiones que estemos dispuestos a tomar con
nosotros mismos.
Esta parálisis emocional nos limita, nos resta
fuerzas para aprovechar oportunidades y combatir las adversidades que presenta
la vida. El miedo a la soledad interior, a enfrentar nuestro ego y a quedarnos
desnudos frente a nuestra responsabilidad por decidir, puede a ser un gran
obstáculo para alcanzar el éxito personal o profesional. La sensación de perder
lo mucho o poco que tenemos, el miedo al fracaso, a la exposición, o bien un
equívoco sentido de “seguridad”, provocan la inacción y por ende el entierro de
nuestra naturaleza. Y por supuesto que nada positivo emerge de negarse a la naturaleza de las cosas: porque la vida
es cambio, dinamismo, reinvención, transformación y lucha.
Evidentemente hay diferentes áreas en la
inseguridad, pero la que hoy abordamos se relaciona directamente con la toma de
decisiones, la coherencia entre nuestros actos, sentimientos y/o convicciones.
Existen personas que surfean pequeñas o
grandes olas, y otras que se dejan arrastrar por su efecto. Personas que conscientes
del riesgo, lo asumen y ven la orilla desde arriba, y personas que sucumben en el mar, pensando y auto-convenciéndose de
su nado seguro y rumbo firme. Arrastrados por la corriente de decisiones ajenas, arrastrados paradójicamente
por las estructuras que los arrastran, arrastrados por “el deber ser y hacer”,
arrastrados, otras veces, por la comodidad y la ley del menor esfuerzo,
naufragarán eternamente en las aguas de la incertidumbre, con su el conformismo
como salvavidas.
Junto a los manotazos de ahogado que
podemos dar en esas situaciones, nace la tan temida ansiedad, que nos lleva a actuar
irreflexivamente, sin coordinación ni congruencia. Nos alteramos, alteramos a otros
y mostramos nuestra frustración y rabia, sin reconocer las verdaderas causantes
o motivos de nuestro destructivo estado. Caemos en una seguidilla de errores,
nuestros momentos de concentración son una utopía, y evidentemente
el resultado de nuestro día a día es catastrófico. La ansiedad es una señal de
alerta, es un miedo generalizado sin objeto.
Esta inseguridad vista desde nuestro “miedo
al abandono”, a la desestructura, al qué dirán, a nuestra propia incompetencia,
y por qué no a nuestra propia mediocridad, da el sentido al sinsentido de
nuestra autoestima y que se relame en nuestras propias heridas de la
frustración que poco a poco fuimos construyendo.
Siempre habrá calles y rumbos distintos,
pero existe un factor común entre ellos: las decisiones con las que debemos
sortear los baches y obstáculos que se nos presenten. Quien no decide, no
arriesga, no avanza, no aprende, sólo se somete al poder del freno y a la
voluntad del destino.
Un cartel de propaganda política en una
avenida decía: “La Seguridad la hacemos entre todos”, y nunca estuve más de
acuerdo con esa frase, aunque ese acuerdo no tuviese que ver con la finalidad
del mensaje original, porque la seguridad o inseguridad de la que hablamos, la
construimos poco a poco nosotros mismos, y cuanto más la anhelemos menos la
encontraremos. En cambio, entre más busquemos, identifiquemos y tomemos las oportunidades, más facilitaremos el camino a la
seguridad que deseamos exista en la calle de nuestras decisiones.