Saber decir adiós a tiempo

Soy el primero en decir: me cuesta decir adiós. Hay zonas en los aeropuertos donde si alguien juntase la energía que desprenden los cuerpos cada vez que uno se despide de un ser querido, iluminaría de manera gratuita un Buenos Aires o un Madrid durante varias semanas seguidas. El adiós tiene naturalmente una connotación de dolor: desapego, pérdida, inseguridad, vacío, reflexiones mutantes, etc. Dejar un sitio, un trabajo, una relación, nos enfrenta cara a cara con nuestras fortalezas y nuestras debilidades.

Entender que las horas ya no avanzan a tiempo real, sea en el ámbito profesional como en el personal, es el primer gran paso de valentía que tenemos que dar. Nuestro orgullo cree que puede con todo, y se pone el disfraz de la negación y el sombrero de la justificación y sale a la fiesta a celebrar, sabiendo perfectamente que las luces ya están apagadas y que todos se han marchado hace tiempo.


Esperamos siempre que el otro modifique conductas, se llame jefe, compañero, pareja, amigo, etc, y en esa espera perdemos la visibilidad y nos cegamos, y dentro de nuestra propia habitación nos golpeamos una y otra vez con las cuatro paredes. Tenemos que saber ver el final, no siempre hay puerta de salida, no siempre las cosas pueden modificarse, hay caminos que nos invitan al precipicio, por más que demos vueltas y vueltas por la cornisa. Y nadie tomará la decisión por nosotros, o si, y eso ya nos dejará prácticamente sentenciados al vacío.

Como decía sabiamente el gran Gustavo Ceratti: “Poder decir adiós es crecer”, y a ese crecimiento podrá sumarse toda nuestra gran experiencia vivida, convirtiendo en éxito nuestro fracaso, en ideas nuestros miedos, y en sabiduría nuestra ignorancia.

El adiós también puede ser un gran descubrimiento de oportunidades. El adiós puede ser una gran bienvenida con nuestro propio yo, con nuestra felicidad.  Y no me refiero solamente a la búsqueda exterior, sino más bien al adiós interior, a nuestra propia renuncia con aquellas cosas que sabemos que no nos hacen crecer, que no nos aportan un valor, que no nos dan la oportunidad de ser lo que somos, hundiéndonos cada día en un letargo contemplativo capaz de convertirnos en pequeños grandes autómatas. Y un adiós no es un escape, una salida fácil, un salir corriendo, no. Eso es cobardía. El adiós viene detrás de un largo camino recorrido de esfuerzo, de insistencia, de aprendizaje, de humildad, de retroceder para avanzar, de escucha, de convicciones, de negociaciones, de demostrar una y mil veces, etc.

Tenemos una lista inmensa de motivos que nos convencen para “no decir adiós”, uno más justificado aparentemente que otro, y las estructuras y la zona de confort se ríen a carcajadas de nuestras teorías. Y somos capaces de llegar al final de nuestros días con ese disfraz puesto, sin darnos la mínima oportunidad, creyéndonos hasta sacrificados e incomprendidos “héroes anónimos”. Hablemos claro: esta forma de decir adiós está directamente relacionada con nuestra cobardía, con la falta de amor propio, con aceptar las reglas del juego impuestas, poniéndonos una venda en los ojos. Es un adiós a las posibilidades de cambio, de crecer, de mejorar, de ser coherente con nosotros mismos. Es un “adiós- renuncia”, un “adiós-ceguera”, un “adiós-avestruz”, un “adiós- refugio”.
A veces también inventamos un: “hasta luego, un quizás, un a lo mejor”. Volvemos al pasado tratando de encontrar “algo” que nos libere del momento de enfrentar el Adiós, o al menos que nos permita dejar las cosas en stand by,”por si acaso”.


Pero el adiós también tiene cara de felicidad. El adiós puede ser un gran gesto de honestidad y reencuentro con nosotros mismos, y por ende con las personas que más esperan de nosotros y más nos valoran. El adiós también es liderazgo, coraje,  innovación, renacimiento y también coherencia. "Un viaje de miles de kilómetros debe comenzar por un solo paso", decía Lao-Tsé, y quizás ese paso alguna vez sea el adiós.


DIEGO LARREA
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