Las noches y las siestas se inundaron de abuelos, madres,
padres, tíos/as o maestras/os relatándonos aquella historia de un pobre niño, que
como decía su texto original, era el sufrelotodo de la casa, y siempre le
echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más listo y el más perspicaz de
todos sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho. Pasados los años, ese entrañable personaje de Pulgarcito dejó mágicamente de pertenecer al mundo irreal para transformarse en muchos de
nosotros, quienes alguna vez desde las botas del gigante y mirando hacia arriba
reclamamos a gritos: ¿Qué tengo que hacer para que me escuches o me veas?.
Muchas veces vivimos tan sumergidos en el ritmo frenético que
nos impone el día a día, obsesionados por nuestros objetivos, hasta incluso nuestras responsabilidades, que por
momentos solo existe “mi yo” y la batería de mi móvil (celular), lo demás está de
más. Y convertimos ese “demás” en pequeño, en invisible, en inaudible,
perdiendo lentamente contacto con todo aquello que nos rodea, sin darnos cuenta
de la responsabilidad que tenemos en muchos de esos pequeños “demás” que ignoramos.
Hemos comentado alguna vez que en la interrupción egótica
las fronteras se mantienen de forma rígida y aunque parezca que el contacto
tiene lugar con el otro, no lo hay, hay un abandono comunicativo referencial y
se produce un vacío en la inteligencia emocional, donde la habilidad del “saber
escuchar” es más difícil de encontrar y desarrollar que la de ser “buen
comunicador”, pero proporciona más autoridad e influencia que esta última.
La escucha y la pregunta si no provienen desde la humildad,
el aprendizaje, la inteligencia emocional o la necesidad constante de cambiar e
innovar, caen en el desierto de los mediocres.
No hace falta que los Pulgarcitos que nos rodean exclamen: ¡Ay,
padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en
la barriga de un lobo pero ahora estoy por fin con vosotros. No hace falta
imponer el estado del olvido, porque mirarnos en los ojos del otro tiene tanto valor
de liderazgo y humildad capaz de generar espacios únicos de entendimiento y
crecimiento, y por ende de felicidad, algo nunca imaginado desde las alturas
del Gigante.
Y como dijo Maya Angelou: la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero lo gente nunca olvidará lo que le has hecho sentir.
Y como dijo Maya Angelou: la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero lo gente nunca olvidará lo que le has hecho sentir.