Miraba sus ojos fascinados que nos decían “gracias
por permitirme vivir este momento”… y mi cuerpo se electrizaba de emoción. Tan
sólo era un cumpleaños, un simple cumpleaños me respondía mi mente adulta, pero
para él lo era todo era magia, era ilusión, era sorpresa y era alegría. Algo
tan sencillo que desde su perspectiva representaba un mundo, su mundo, el mundo
de las sensaciones y las emociones más básicas y probablemente las más cercanas
a la verdadera y autentica felicidad. Y
entre esa mezcla de sentimientos que pasaban por mis venas, me detuve un
instante a pensar ¿por qué hemos perdido esa capacidad de sorprendernos? ¿Por
qué hemos confundido madurez con apatía, amargura, obviedad, monotonía?. Y
mientras pasa el tiempo, nuestras mentes y cuerpos envejecen más rápidamente cuando
perdemos la capacidad de asombro.
Podríamos detenernos en este escrito, pero
no lo haremos esta vez, en los
sinsabores del mundo a nivel social, político, económico que nos castigan día a
día y nos convierten en grandes gladiadores de crisis, traiciones, desengaños y
por consecuencia nos mantienen agazapados, serios, descreídos, expectantes
hasta nuestra vejez esperando que desde fuera “un contrincante”, conocido o
desconocido, nos propine de manera evidente o por sorpresa un cross de derecha
en nuestra mandíbula. Pero en esta reflexión intentaremos sumergirnos más en
nosotros mismos, en dónde se produce el cortocircuito que nos separa del
verdadero ser y nos transforma en un modelo de expectativas ajenas.
Por alguna extraña razón, nos hemos
tristemente acostumbrado que no demostrar sorpresa ante nada da cierta imagen
de seguridad personal. Y no es del todo cierto que hayamos dejado de
sorprendernos debido al alud de información, comunicación, y nuestras conocidas
redes que enredan.
Las mentes más brillantes de esa gente que
consideramos “especial” porque, de un modo u otro, nos han dejado y nos dejan
grandes legados universales para nuestra vida cotidiana, son siempre personas
que no pierden la capacidad de sorprenderse. Y además, llevan adelante “a pesar
de los pesares” una competencia fundamental en todo proceso de evolución y
aprendizaje que es: la curiosidad. Sin sorpresa y curiosidad no hay innovación
ni progreso, convirtiéndonos en el mundo “copy-paste”.
Hemos sido capaces de globalizarnos (para
lo bueno y para lo malo), que un impacto a millones de kilómetros, sea positivo
o negativo, llegue a nuestras retinas en segundos, conocer al instante la
localización del otro, ponernos en un escaparate universal a través de las
redes sociales, simplificar muchísimos caminos que nos consumían tiempo, dinero
y paciencia, pero aún no hemos vencido nuestro espíritu narcisista que nos
impide percibir lo que realmente nos rodea, encerrados en el minúsculo mundo de
nuestro “yo”.
Esta involución sensorial toma protagonismo
cuando comienza a desvanecerse nuestra capacidad de sorpresa y curiosidad.
Creemos que la pérdida de la “inocencia”, está solamente relacionada con el mundo
infantil y pre adolescente o con un estado indefenso, y sin embargo es uno de
los grandes genes que impulsan la generación de espacios de confianza, de
transparencia y de ilusión.
Escenarios de creatividad compartida, donde
el sentido del otro es uno de los grandes pilares para el crecimiento. Y cuando
se diluye entre las redes de los supuestos pragmáticos racionales, nos vamos
convirtiendo en expertos en la generación de respuestas, expertos en la
formulación de teorías, expertos en encontrar excusas y doctoradamente
inexpertos en evolución. Y nuestra simpleza se complica, nuestra escucha
ensordece, nuestro reconocimiento se ciega, y caminamos torpemente encorvados
mirándonos el ombligo, provocando el envejecimiento prematuro de la sorpresa y
por ende de nuestra esencia como seres humanos.
Dejémonos invadir por la simpleza, démosle
vitaminas de confianza a nuestra avejentada sorpresa, dejemos caer los puentes
y las estructuras que nos distancian del otro y revivamos la curiosidad como un
disparador de futuro, como una fuente de energía de la colaboración, del
desarrollo, de las nuevas oportunidades, eliminando prejuicios, preconceptos
que nos aletargan y nos sumergen en la triste sombra de la monotonía y la
soledad. Asumamos el reto con humildad, porque hoy el proceso de nuestro
verdadero aprendizaje en este tema deberá ser inverso: ahora somos nosotros los
que debemos aprender de nuestros hijos. Miremos sus rostros, sus ojos, sus
sonrisas y escuchemos en silencio sus preguntas, sus ideas, y midamos sus intensiones.
Seguramente, palpitarán con mayor fuerza los latidos de nuestra sorpresa y
nuestra curiosidad. Entonces algo ya habremos cambiado, porque sorprenderse
es también comenzar
a entender.
DIEGO LARREA
Twitter: @larreadiego